jueves, 6 de enero de 2011

Me sabe a Candelaria.

Con las primeras horas del nuevo año, cuando aun flotan en el ambiente las brumas de las fiestas navideñas y  fin de año, sientes en el rostro la brisa perfumada y fresca del verano aiquileño, que sabe a tierra mojada, anunciando inconfundible, la proximidad de Candelaria, la festividad de nuestra Mamita de Candelaria. Un torrente de vivencias, imágenes, sabores y fragancias acuden caóticos y atropellados a tu mente, acarician tu espíritu y te sientes afortunado y feliz de haber nacido en ésta tierra, de vivir en ella. Te dejas llevar por tus recuerdos y en un instante mágico, eterno y fugaz a la vez, sientes nítido y palpable el sabor y la fragancia de aquellas uvas rosadas que crecían en cada casa; los duraznos blancos, dulcísimos, jugosos, suaves y perfumados como piel de doncella; el sabor intenso, misterioso e intangible del membrillo que te provoca leves estertores agridulces, que se aplacan en el acto, con la memoria del sabor dulzón, pegajoso de esas pequeñas bayas de un color rojo oscuro y nombre arisco "ch'añara"; los higos, las peras, las tunas, las ciruelas, por Dios, el Paraiso en la tierra.

Evocar la Fiesta de Candelaria es traer a la memoria del paladar las deliciosas empanadas de las Unchunchas (no se porque estas señoras tan guapas tenían un apelativo tan feo), crocantes, calentitas, rellenas de sabroso quesillo, que de pronto, sorprendían su degustación, con un destello de fuego provocado por alguna traviesa y cruel ulupica, que abría completamente las papilas y te hacían disfrutar intensamente el resto del bocado, ingerido sorbiendo aire para mitigar la picazón. Y los recuerdos picantes te llevan por antagonismo a los más dulces: los confites, golosinas de blanco almibar con corazón de maní o de coco los mas grandes, y de anis o de coco rallado los pequeños; estos dulces son el emblema de Candelaria y Carnaval y se ofrecían a los golosos formando pirámides sobre pequeñas mesas con blanquísimos manteles; me fascinaba detenerme a contemplar a los esforzados fabricantes de confite, que cual Vulcano, en medio del fuego, con el torso desnudo batián acompasadamente, sin cesar, enormes peroles colgados sobre un candente fogón, hasta lograr que el líquido almibar - vertido en delgados chorros - magicamente tornase en las blancas golosinas, en una especie de rito, mediante fórmulas secretas, tesoro invaluable de familia que se transmitía de generación en generación.

Recuerdo de muy pequeño, cuando todavía  la Corrida de Toros se realizaba a pasos de la casa de mi padre, en lo que es hoy la hermosa plaza Zenón Delgadillo, todas las delicias de la temporada se vendían en improvisados puestos a las faldas de la Colina de San Sebastían - mi añorado cerrito - formando un colorido e improvisado mercado con una vista privilegiada del juego taurino. Una de esas tardes, un bravo y alegre toro, de la reconocida estirpe de San Silvestre, de pronto escapó del ruedo, saliendo por una de las puertas que daba hacia el cerrito; las desafortunadas vendedoras al contemplar con espanto que el fiero astado se dirigía hacia ellas, huyeron entre alaridos, volcando y desparramando al suelo todas sus ventas. En medio del general desconcierto y griterío  a los perplejos ojos de los niños de la zona, se nos presentó una visión extraordinaria, cientas de  frutas, dulces y delicias de todo tipo cubrían el suelo, formando una fantástica alfombra de la abundancia; sin poder dar crédito de nuestra suerte, nos lanzamos al ataque, llenando bocas y bolsillos con todo lo que apresuradamente podíamos coger. Un rato después la "caballerìa" traía de vuelta al frustrado escapista, cogido con dos o tres lazos;  con la barriga llena y el corazón contento, contemplamos agradecidos al torito, que sin proponerse nos regaló un inesperado banquete. 

Aiquile, verano del 2011