HISTORIAS DE UN
PUEBLO SIN CARCEL
La lúgubre
noche-madrugada del 22 de mayo de 1998, cuando el dolor y la desolación posaron
sus negras y frias manos sobre mi pueblo, el destino me puso del lado de los
afortunados que escapamos de la tragedia; ileso yo e ilesos los mios. En medio
del caos destructivo provocado por el peor terremoto de la historia boliviana,
logramos escapar del bestial sismo que, cual monstruo despiadado, lanzaba
zarpazos violentos, destruyendo todo a su paso, como pretendiendo atraparnos
con furia ciega. Nuestra vetusta y centenaria casita con muros de adobe - como
casi todas las viviendas del pueblo - con su pesado techo de tejas, curveado y
semi hundido por el agobio de las viejísimas maderas que lo sostenian,
asemejando una pagoda china, no resistió el poderoso embate del sismo; con gran
estrépito sus estirados aleros se batián como las alas de un ave herida,
desesperada, pretendiendo inutilmente alzar vuelo. Pareciera que esa noble y
vieja estructura, resisitió hasta lo imposible para no desplomarse sobre
nosotros, mientras huíamos desesperados; al recordar esos terribles momentos, una
sensación cálida le explica a mi espíritu, en un lenguaje que mi conciencia no
alcanza a descifrar, el poder que nos protegió esa noche.
Cuando alcanzamos
el espacio salvador de la calle, fuimos envueltos por esa oscuridad rara,
diferente, espesa como una gruesa cortina negra; las luces se habían ido con el
desplome de los postes del tendido eléctrico y las miles de estrellas del cielo
aiquileño, parecían haber atenuado su brillo, conmovidas por tanto dolor. El gélido aire
de esa noche de mayo, me sacó de mis cavilaciones, para entender que debía
abrigar a mis pequeños hijos, que empezaban a tiritar de frio y miedo. Cuando
mis ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad, azorado, caí en cuenta que
estábamos completamente solos en medio de la calle oscura y helada; luego supe
que todos mis vecinos de la “Campero”, habían huido rato antes a la zona del
Kjochi, alertados por el primer sacudón que precedió al terremoto de 6,8 grados
en la escala de Richter a las 0:45 horas.
Como no había más
remedio que volver a entrar a mi casa – lo que quedaba de ella – y sacar unas
frazadas o lo que sirviera de abrigo, me puse a calcular la duración de los
intervalos entre réplica y réplica, cuando raudamente pasó delante de nosotros
un hombre semidesnudo en bicicleta. Al vernos el tipo frenó deteniendose unos
metros más allá, para dirigirse hacia nosotros volviendo sobre sus pasos;
entonces lo reconocí, era Nicolás, un recluso condenado por un delito grave, a
quién conocía del tiempo en que trabajé como Secretario del Juzgado: “Doctor – me dijo entre jadeos con los ojos
desorbitados por el terror –
la cárcel se ha caído, toditos los presos estamos en la calle, estoy yendo a
buscarle al jovero, el Alcaide.” Sin
esperar mi respuesta, Nicolás montó su bicicleta y salió velozmente,
perdiéndose en la oscuridad. En ese momento, no asimilé lo jocoso de la
situación; más tarde ya recuperado del shock inicial, casi me desternillo de
risa, al recordar mi encuentro con el reo ciclista. Ha debido ser el único caso
del mundo, donde los presos, haciendo gala de su honestidad y buena conciencia,
buscaron prontamente a su guardián, para informarle que “se habían quedado en
la calle”.
Los
siguientes días, en medio de la congoja y el dolor de la terrible tragedia, no
podía evitar sonreír cada vez que me encontraba con el “Jovero”, Alcaide de
nuestra cárcel, quien habiéndose desplomado el recinto penal, no encontró mejor
solución que andar de un lado para otro, con sus reclusos a cuestas; serían
unos veinte, todos amarrados por la cintura, caminando en fila india,
encabezados por su “Gobernador”. La fila cada día se hacía más corta. El que
iba quedando último de la cola, siguiendo los dictados de un irrefrenable
instinto de libertad, se soltaba discretamente de la cuerda y tomaba las de
Samaniego, mientras sus compañeros y su guardián, se hacían a los
desentendidos. Al final, quedó uno solo, el “Basilio”, quien no se largó porque
simplemente no tenía a donde ir. Por muchos años Basilio se convertiría en el
único e inseparable compañero de su Alcaide Jovero, sobreviviendo gracias a la
construcción de mesas y sillas de madera, en un pequeño taller de carpintería
instalado entre las ruinas de la cárcel. Años despues, Basilio completó su
condena; al recibir el mandamiento de libertad y la notificación que podía
abandonar la cárcel (precarios refugios construidos de placas Duralit y una
maltrecha cerca perimetral de alambre de pua), se negó rotundamente a salir,
reclamando airado por la extrema crueldad e insensibilidad de los jueces, que
osaban ponerlo en la calle y quitarle su fuente de trabajo. “Donde voy a ir -
se preguntaba - después de todos estos años, ya no tengo a nadie, aquí nomas me
tengo que quedar…” Posteriormente Basilio tomó contacto con algunos parientes
de una lejana comunidad campesina, quienes le convencieron para que dejara su
encierro voluntario. De éste modo, el último recluso, dejó definitivamente la
“cárcel”.
Hoy en día,
transcurridos más de dieciséis años del devastador terremoto, Aiquile es una
hermosa y pujante ciudad, todos los edificios públicos fueron reconstruidos,
excepto aquella vetusta carcel que dejó a los presos en la calle, buscando
acongojados a su Alcaide. Como en un relato del Gabo, con las premuras y
urgencias ¡ se nos había olvidado la cárcel !!! Esta situación no tiene nada de
jocosa para aquellos ciudadanos que tienen la desgracia de ser detenidos,
preventiva o sancionatoriamente, quienes son prestamente enviados a los
sórdidos reclusorios de la capital, donde sufren los vejámenes más atroces a
manos de los avezados delincuentes con los que son obligados a convivir.
Naturalmente, el tiempo que dure su reclusión, deberá costear los gastos que
demande los frecuentes traslados - de ida y vuelta a la ciudad - de su Abogado,
Jueces y personal del Juzgado, pagando pasajes, estadías y otros. Cuando
finalmente, después de innumerables audiencias y otros tantos gastos, esta
gente logra salir de penales como “El Abra, San Antonio o San Sebastián”, ya
nunca más son los mismos: el brillo de sus ojos y el entusiasmo por vivir, se
han apagado para siempre, los gastos judiciales le han dejado colgado del
cogote y, si su mujer no le ha dejado, mejor sería que lo hubiera hecho, a
tener que soportar el cotidiano calvario del chismorreo sobre la conducta de
ésta mientras estuvo detenido en Cochabamba. Después de dieciséis años, hemos
asumido nuestra fatídica suerte, lejos de tomar una decisión firme, exigir y
lograr una solución al problema, nos hemos dedicado a suspirar resignados,
rogando al cielo para no caer nunca en la tragedia de ser detenido en la
“ciudad”, por el imperdonable crimen de haber nacido en un pueblo sin cárcel.
Aiquile, otoño del 2014