lunes, 16 de junio de 2014

HISTORIAS DE UN PUEBLO SIN CARCEL

HISTORIAS DE UN PUEBLO SIN CARCEL
                
La lúgubre noche-madrugada del 22 de mayo de 1998, cuando el dolor y la desolación posaron sus negras y frias manos sobre mi pueblo, el destino me puso del lado de los afortunados que escapamos de la tragedia; ileso yo e ilesos los mios. En medio del caos destructivo provocado por el peor terremoto de la historia boliviana, logramos escapar del bestial sismo que, cual monstruo despiadado, lanzaba zarpazos violentos, destruyendo todo a su paso, como pretendiendo atraparnos con furia ciega. Nuestra vetusta y centenaria casita con muros de adobe - como casi todas las viviendas del pueblo - con su pesado techo de tejas, curveado y semi hundido por el agobio de las viejísimas maderas que lo sostenian, asemejando una pagoda china, no resistió el poderoso embate del sismo; con gran estrépito sus estirados aleros se batián como las alas de un ave herida, desesperada, pretendiendo inutilmente alzar vuelo. Pareciera que esa noble y vieja estructura, resisitió hasta lo imposible para no desplomarse sobre nosotros, mientras huíamos desesperados; al recordar esos terribles momentos, una sensación cálida le explica a mi espíritu, en un lenguaje que mi conciencia no alcanza a descifrar, el poder que nos protegió esa noche.

Cuando alcanzamos el espacio salvador de la calle, fuimos envueltos por esa oscuridad rara, diferente, espesa como una gruesa cortina negra; las luces se habían ido con el desplome de los postes del tendido eléctrico y las miles de estrellas del cielo aiquileño, parecían haber atenuado su brillo, conmovidas por tanto dolor. El gélido aire de esa noche de mayo, me sacó de mis cavilaciones, para entender que debía abrigar a mis pequeños hijos, que empezaban a tiritar de frio y miedo. Cuando mis ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad, azorado, caí en cuenta que estábamos completamente solos en medio de la calle oscura y helada; luego supe que todos mis vecinos de la “Campero”, habían huido rato antes a la zona del Kjochi, alertados por el primer sacudón que precedió al terremoto de 6,8 grados en la escala de Richter a las 0:45 horas.

Como no había más remedio que volver a entrar a mi casa – lo que quedaba de ella – y sacar unas frazadas o lo que sirviera de abrigo, me puse a calcular la duración de los intervalos entre réplica y réplica, cuando raudamente pasó delante de nosotros un hombre semidesnudo en bicicleta. Al vernos el tipo frenó deteniendose unos metros más allá, para dirigirse hacia nosotros volviendo sobre sus pasos; entonces lo reconocí, era Nicolás, un recluso condenado por un delito grave, a quién conocía del tiempo en que trabajé como Secretario del Juzgado: “Doctor – me dijo entre jadeos con los ojos desorbitados por el terror – la cárcel se ha caído, toditos los presos estamos en la calle, estoy yendo a buscarle al jovero, el Alcaide.”  Sin esperar mi respuesta, Nicolás montó su bicicleta y salió velozmente, perdiéndose en la oscuridad. En ese momento, no asimilé lo jocoso de la situación; más tarde ya recuperado del shock inicial, casi me desternillo de risa, al recordar mi encuentro con el reo ciclista. Ha debido ser el único caso del mundo, donde los presos, haciendo gala de su honestidad y buena conciencia, buscaron prontamente a su guardián, para informarle que “se habían quedado en la calle”.

Los siguientes días, en medio de la congoja y el dolor de la terrible tragedia, no podía evitar sonreír cada vez que me encontraba con el “Jovero”, Alcaide de nuestra cárcel, quien habiéndose desplomado el recinto penal, no encontró mejor solución que andar de un lado para otro, con sus reclusos a cuestas; serían unos veinte, todos amarrados por la cintura, caminando en fila india, encabezados por su “Gobernador”. La fila cada día se hacía más corta. El que iba quedando último de la cola, siguiendo los dictados de un irrefrenable instinto de libertad, se soltaba discretamente de la cuerda y tomaba las de Samaniego, mientras sus compañeros y su guardián, se hacían a los desentendidos. Al final, quedó uno solo, el “Basilio”, quien no se largó porque simplemente no tenía a donde ir. Por muchos años Basilio se convertiría en el único e inseparable compañero de su Alcaide Jovero, sobreviviendo gracias a la construcción de mesas y sillas de madera, en un pequeño taller de carpintería instalado entre las ruinas de la cárcel. Años despues, Basilio completó su condena; al recibir el mandamiento de libertad y la notificación que podía abandonar la cárcel (precarios refugios construidos de placas Duralit y una maltrecha cerca perimetral de alambre de pua), se negó rotundamente a salir, reclamando airado por la extrema crueldad e insensibilidad de los jueces, que osaban ponerlo en la calle y quitarle su fuente de trabajo. “Donde voy a ir - se preguntaba - después de todos estos años, ya no tengo a nadie, aquí nomas me tengo que quedar…” Posteriormente Basilio tomó contacto con algunos parientes de una lejana comunidad campesina, quienes le convencieron para que dejara su encierro voluntario. De éste modo, el último recluso, dejó definitivamente la “cárcel”.

Hoy en día, transcurridos más de dieciséis años del devastador terremoto, Aiquile es una hermosa y pujante ciudad, todos los edificios públicos fueron reconstruidos, excepto aquella vetusta carcel que dejó a los presos en la calle, buscando acongojados a su Alcaide. Como en un relato del Gabo, con las premuras y urgencias ¡ se nos había olvidado la cárcel !!! Esta situación no tiene nada de jocosa para aquellos ciudadanos que tienen la desgracia de ser detenidos, preventiva o sancionatoriamente, quienes son prestamente enviados a los sórdidos reclusorios de la capital, donde sufren los vejámenes más atroces a manos de los avezados delincuentes con los que son obligados a convivir. Naturalmente, el tiempo que dure su reclusión, deberá costear los gastos que demande los frecuentes traslados - de ida y vuelta a la ciudad - de su Abogado, Jueces y personal del Juzgado, pagando pasajes, estadías y otros. Cuando finalmente, después de innumerables audiencias y otros tantos gastos, esta gente logra salir de penales como “El Abra, San Antonio o San Sebastián”, ya nunca más son los mismos: el brillo de sus ojos y el entusiasmo por vivir, se han apagado para siempre, los gastos judiciales le han dejado colgado del cogote y, si su mujer no le ha dejado, mejor sería que lo hubiera hecho, a tener que soportar el cotidiano calvario del chismorreo sobre la conducta de ésta mientras estuvo detenido en Cochabamba. Después de dieciséis años, hemos asumido nuestra fatídica suerte, lejos de tomar una decisión firme, exigir y lograr una solución al problema, nos hemos dedicado a suspirar resignados, rogando al cielo para no caer nunca en la tragedia de ser detenido en la “ciudad”, por el imperdonable crimen de haber nacido en un pueblo sin cárcel.

Aiquile, otoño del 2014
               

               

                    

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